Anoche fue el
momento del primer debate entre el Presidente Obama y Mitt Romney.
En mi
humilde opinión fue un desastre la opaca actuación del Presidente. Romney se
presentó como el dinámico renovador de una Administración anquilosada e
ineficiente y el Presidente se lo permitió. Romney mintió a sus anchas y el
Presidente se lo permitió. Romney hizo promesas imposibles de cumplir (y que,
además, estaban en total oposición con lo que venía prometiendo hasta 24 horas
antes), y el Presidente se lo permitió. La falta de reacción de Obama era –por lo
menos para mí- desesperante. Me sentía como el espectador de una pelea de box
(de paso, yo odio el box) que mira, impotente, como a su favorito le llenan la
cara de dedos sin que reaccione, sin que trate siquiera de contragolpear cuando el otro
abre su defensa y queda expuesto. Después de una hora y media de presenciar ese
lamentable encuentro me quedé con una espantosa sensación de frustración.
Me
quedaba la esperanza de pensar que yo había sido el único que había visto lo
que había visto, que seguramente estaba deprimido y pesimista y había
proyectado alguna mishiadura personal en el debate. Pero no: recorriendo la Web vi que todos habían visto
lo mismo. (Una curiosa diferencia: los columnistas del Washington Post, tanto
demócratas –horrorizados- como republicanos –encantados, jubilosos- exponían
abiertamente sus estados de ánimo; los de la Dama Gris (el New York Times), en
cambio, se mostraban prudentes, sobrios, contenidos).
Seguramente para reparar
mi herida me quedaron una idea y una pregunta. La idea: ya otras veces pareció
que el Presidente se mostraba débil y luego se hizo claro que su táctica favorita
es darle a sus oponentes la soga para que se ahorquen solitos (lo hizo cuando
la discusión del Obamacare). La pregunta: a la hora de votar, ¿le importará
algo a cada votante lo que pasó o dejó de pasar en los debates?
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