El pasado miércoles 17 por la noche un joven blanco de 21
años, Dylann Storm Roof, se sentó en uno de los bancos posteriores de la
Iglesia Metodista Episcopal Africana Emanuel, en Charleston, Carolina del Sur y
durante una hora escuchó las oraciones de los concurrentes. Luego se puso de
pie, sacó un arma y mató a nueve personas, entre ellos al pastor de la iglesia,
Clementa Pinckney, que
también era senador en la legislatura del estado. Le oyeron gritar, mientras
disparaba, “Ustedes violan a nuestras mujeres y están tomando control de
nuestro país. Tienen que irse”.
La masacre
repercutió en todo el país, especialmente en el Sur, donde hasta los
gobernadores republicanos de varios estados decidieron comenzar a eliminar de
los lugares públicos la bandera de la Confederación, uno de los símbolos de la
esclavitud que defendieron esos mismos estados y por la cual entablaron la
Guerra Civil que perdieron hace 150 años.
David Remnick, el
director de The New Yorker –sin duda la mejor revista que se publica en este
país-, escribió un editorial sobre el tema.
Aquí está:
Charleston y la Era de Obama
Los asesinatos en Carolina del Sur no fueron fortuitos o meramente trágicos: fueron específicamente racistas. Fueron crímenes políticos.
Entre 1882 y
1968, año en que Martin Luther King, Jr. fue asesinado, tres mil cuatrocientos
cuarenta y seis hombres, mujeres y niños negros fueron linchados en este país,
una práctica tan cruel y frecuente que, en 1901, Mark Twain sintió que debía
escribir un ensayo titulado "Los Estados Unidos del Linchamiento” (Twain
archivó el ensayo y los planes para un libro sobre el tema porque, según le dijo a su editor, “si sigo adelante, no me va a quedar ni medio
amigo en el Sur”). Estos miles de asesinatos, ya estudiados por el Instituto
Tuskegee y otros, fueron un medio para mantener vigente la supremacía blanca en
los ámbitos político y económico. Sirvieron
para aterrorizar a hombres negros que podrían atreverse a dormir con mujeres
blancas o siquiera a dirigirles la palabra, y para silenciar a los niños negros
que, como en el caso de Emmett Till, eran considerados "insolentes".
Ese legado de
extrema crueldad y el asesinato impune como un medio de ejercer el control
político y físico de los afroamericanos no pueden estar lejos de nuestras
mentes en este momento. Nueve personas fueron asesinadas a tiros en una iglesia
de Charleston. ¿Cómo es posible, al leer acerca del presunto asesino, Dylann Storm
Roof, posando oscuramente en una foto en su página de Facebook, con las
banderas de las racistas Rhodesia y Sudáfrica del apartheid cosidas a su
chaqueta, no pensar que hemos sido testigos de un linchamiento? Es cierto, Roof no blandió una soga con nudo
corredizo ni fue respaldado por una multitud vociferante de miembros del Klan, como
tan a menudo fue el caso en el apogeo de la época de los linchamientos. La
investigación posterior puede poner por lo menos parte de la culpa por sus
acciones en una forma de enajenación u otra. Pero la evidente sensación de cálculo y
planificación, lo que un testigo oyó que era el propósito del asesino cuando apuntó con su arma- "ustedes violan a
nuestras mujeres y están tomando control de nuestro país”, eran el eco de algunas de las mismas ansiedades, resentimientos
y odios raciales que alimentaron los linchamientos de una época anterior.
Pero las palabras
atribuidas al tirador son un retroceso y a la vez completamente contemporáneas:
uno reconoce la retórica de la extrema reacción y el racismo oído tantas veces
en la era de Barack Obama. Su lenguaje se hizo eco de los epítetos apenas velados
lanzados contra Obama en las campañas de 2008 y 2012 ("Queremos que nos
devuelvan nuestro país!") Y la basura que arrojaron como respuesta
(@POTUS) cuando el mes pasado el
Presidente Obama inauguró su cuenta de Twitter. "Todavía colgamos por
traición no es así?", Un tal @ jeffgully49, escribió “¿No es que todavía
colgamos a los traidores?” y también publicó una imagen del Presidente con una
soga en torno al cuello.
Carolina del Sur
ha experimentado enormes cambios en las décadas desde la época de Jim Crow,
pero es difícil ignorar el entorno, la atmósfera en que se produjo esta
masacre. Hace siete años, cuando Obama estaba haciendo campaña en Carolina del
Sur, el columnista de New York Times Bob Herbert visitó el estado, se encontró
con la bandera de la Confederación flameando en los terrenos del Capitolio del
Estado y, cerca, una estatua de Benjamin (Pitchfork Ben) Tillman, un gobernador y senador de la época de la Reconstrucción
que defendía la supremacía blanca y el linchamiento de afroamericanos,
diciendo: "Estamos privando del derecho al voto a todos los negros que
podemos."
"Nosotros en
el Sur nuca hemos reconocido el derecho de los negros a gobernar a los hombres
blancos y nunca lo haremos", dijo Tillman, desde el recinto del Senado de
Estados Unidos. "Nunca hemos creído que el negro sea igual al hombre
blanco, y si uno de ellos intenta satisfacer su lujuria violando a nuestras
mujeres o a nuestras hijas, lo lincharemos".
Todavía no
sabemos en que medida Roof era consciente de las dimensiones históricas de su horrible
acto; sigue siendo un sospechoso y apenas estamos comenzando a conocerlo mejor.
Pero ningún asesino podría haber
seleccionado una escena más sagrada para su crimen. La Iglesia Metodista
Episcopal Africana Emanuel fue fundada a principios del siglo XIX para ser el
corazón de la comunidad negra de Charleston, cuando hombres y mujeres negros
trataron de formar un refugio espiritual y político divorciado de las
instituciones opresivas blancas a su alrededor. Uno de los fundadores de la
A.M.E. Emanuel fue Dinamarca Vesey, un predicador, carpintero, y ex esclavo que
había comprado su libertad y que, en 1822, fue ejecutado por su papel en la
planificación de una revuelta de esclavos en Charleston. La A.M.E. no sólo era
el hogar espiritual de los tres hombres y seis mujeres que Roof mató, sino
también el de figuras como Frederick Douglass, Sojourner Truth, Eliza Ann
Gardner, y Harriet Tubman.
No pequeña parte
de nuestra indignación y dolor, particularmente la indignación y el dolor de
los afroamericanos, es la forma en que los asesinatos de Charleston forman
parte de un panorama más amplio de la vida estadounidense, en el que los
hombres y las mujeres de raza negra, mientras cumplen sus tareas cotidianas,
tienen tan poca confianza en su propia seguridad. Un evento terrible tras otro
refuerza el sentido de que las instituciones políticas y la aplicación de la
ley del país no los protegen a ellos igual que a los blancos. En Charleston, el asesino parecía decidido a
maximizar tanto el derramamiento de sangre como el simbolismo que revistió su
acto; el asesinato tuvo lugar en un refugio espiritual, supuestamente el más
seguro de los lugares. Es como si el asesino quiso subrayar la vulnerabilidad
de sus víctimas, para enfatizar su indefensión y la naturaleza racista de este
acto de terror.
Viendo a Obama
pronunciar su discurso el jueves sobre los asesinatos en Charleston, no se
podía dejar de advertir cómo controlaba sus emociones y como, una vez más, se sentía
obligado a moderar su propio discurso, cuidando de no pronunciar una frase que pudiera,
Dios no lo permita, llevarlo a perder la ecuanimidad. Recordé esa frase de
James Baldwin: “Ser un negro en este país y ser relativamente consciente es
estar furioso casi todo el tiempo". La declaración de Obama también me
hizo pensar en "Entre el mundo y yo", un extraordinario libro de próxima
publicación de Ta-Nehisi Coates, en el que escribe una carta apasionada a su hijo
adolescente, una carta tanto amorosa como llena de temor- recordándole la
historia de la violencia estadounidense contra el negro, la extrema
vulnerabilidad de los jóvenes negros, sometidos a arrestos ilegales, a la violencia policial y
al desproporcionado encarcelamiento
Obama nunca se
permite a sí mismo el tipo de cruda honestidad que se lee en los escritos de
Baldwin y Coates -o de Jelani Cobb y Claudia Rankine y tantos otros. Obama
tiene un trabajo diferente; tiene diferentes parámetros. Pero, a pesar de toda su
presidencial moderación, se podía leer en su rostro la tristeza, la ira y la cautela
cuando se situó en el podio; se podía oír en lo que tenía que decir. "He
tenido que hacer muchas veces declaraciones como esta". Era como si apenas
pudiera creer que una vez más tenía que encontrar un lenguaje para hacer
justicia a este tipo de violencia. Pareció que iba más allá de lo habitual. Por
encima de todo, insistió en que los asesinatos en masa, como el de Charleston,
son, en gran medida, políticos. Este es el punto crucial. Estos asesinatos no
fueron al azar o simplemente trágicos; fueron deliberadamente racistas, fueron políticos.
Obama dejó en claro que las acciones cínicas de tantos políticos -su negativa a
contradecir a la Asociación Nacional del Rifle (NRA) y a promulgar leyes más
estrictas sobre posesión de armas de fuego, su falta de voluntad para combatir
el racismo en cualquier forma que arriesgue perder algunos votos- tienen
consecuencias sangrientas.
"No tenemos
todos los hechos", dijo, "pero sí sabemos que, una vez más, personas
inocentes fueron asesinadas en parte porque alguien que quería infligir daño no
tuvo problemas para conseguir un arma. ... En algún momento, nosotros como país
vamos a tener que afrontar el hecho de que este tipo de violencia masiva no
sucede en otros países avanzados. No sucede en otros lugares con este tipo de
frecuencia”. Sobre el vínculo entre raza y política fue más sutil, pero no
escatimó vincular el caso a "una parte oscura de nuestra historia", a
eventos como el atentado contra la iglesia de Birmingham en 1963.
Como muchos
otros, a menudo he tratado de imaginar cómo funciona la mente de Obama en estos
momentos. Después de una entrevista en la Oficina Oval, me confesó que era
reacio a responder a algunas de mis preguntas sobre cuestiones raciales de
forma más completa o con menos cautela, porque así como una palabra perdida de
él sobre, por ejemplo, la política monetaria, podría afectar a los mercados
financieros, del mismo modo una palabra dura sobre la raza podría afectar el temperamento
político del país.
Obama es un
presidente imperfecto, pero su sentido de la perspectiva histórica está bien
desarrollado. Da indicios de creer de que su papel más importante en la
historia de las cuestiones raciales de los Estados Unidos fue su elección en
noviembre de 2008, y, casi tan importante, su reelección, cuatro años más
tarde. Para millones de estadounidenses, su triunfo fue una inspiración. Pero para
algún número incalculable de otros, sigue siendo una fuente de enorme
resentimiento, un tipo de amenaza que es capaz, en algunos, de despertar los
prejuicios más bajos.
Obama odia hablar
de esto. Se deja muy poco margen. Quizás eso cambie cuando ya sea un ex-Presidente dedicado a
escribir sus memorias. Cuando era joven escribió un libro acerca de su
evolución personal, sobre su identidad, sobre encontrar su comunidad en una
iglesia negra, sobre encontrar un hogar –en su caso, en el distrito sur de
Chicago, con una joven abogada llamada Michelle Robinson. Será más que
interesante ver lo que esté dispuesto a decirnos –decirnos con total libertad-
sobre ser el foco de tanta esperanza, pero también el blanco de la ira racial, tanto la que flota en el
ambiente como la organizada: el movimiento birther, las amenazas de muerte, los
intentos de dificultar el voto a las minorías, los artículos, libros y
películas que lo acusan de todo, tanto
de ser un socialista radical post-colonial de Kenia, como de haber sido un
drogadicto no arrepentido en la Universidad. Esta ha sido la Era de Obama, pero
hemos aprendido una y otra vez que esto para nada ha significado el fin del
racismo en América. Ni de casualidad. Dylann Roof, trágicamente, parece ser
otro terrible recordatorio de eso.
Casi toda Carolina
del Sur estuvo de duelo el jueves. Las banderas estaban a media asta. Excepto
la bandera de la Confederación, por supuesto, que flameó cerca de la entrada al
edificio donde Tillman sigue en pie y donde se escriben las leyes del estado.
© Copyright 2015 by The New Yorker. All righs reserved.